‘Silvio (y los otros)’: El retrato del mesías

Creo que puedo declararme un incondicional de Paolo Sorrentino. Me enamoró con La gran belleza, me cautivó pese a decepcionarme con La juventud, me terminó seduciendo con The Young Pope (aunque me costó la misma vida entrar, que también hay que decirlo) y fui al cine corriendo para que no se me escapara lo que creía que sería un retrato de Silvio Berlusconi. Un personaje realmente interesante en manos de un inagotable creador de imágenes líricas. Pero no, no era un retrato lo que traía Sorrentino. Era mucho más.

loro

Fotograma de Loro (Silvio y los otros)

Antes de seguir, tendría que aclarar que vi la versión reducida, la de 150 minutos para su distribución internacional, y tengo que recomendar este análisis de Almudena López Molina, mi compañera de butaca, con la que he mantenido un largo debate sobre la película. Coincido de lleno en su visión como un relato mesiánico. Se ve en la primera escena, la curiosa muerte de esa oveja fascinada por los misterios del aire acondicionado. Se ve en la última, el rescate del Cristo observado con temor por quienes lo han perdido todo tras el terremoto de L’Aquila. Y se ve en el viaje que se nos propone hasta llegar a «él, él», Silvio Berlusconi.

Porque antes de verlo tenemos que ser capaces de encontrarlo. El título original, Loro (el su de ellos en italiano) ya nos ubica: no estamos ante él, sino entre los que le admiran, envidian, persiguen y desean. Un grupo indeterminado de fieles cuyo máximo representante encontramos en el protagonista del primer acto, Sergio Morra. Un arribista que intenta saltarse todas las barreras para pedir al genio de la lámpara su deseo, un deseo que curiosamente le dotaría de total honorabilidad, como es ser eurodiputado. Es el máximo exponente de ese grupo de hombres que sueña con alcanzar una estela. Rectifico: del rebaño.

Y ahí está Sergio Morra durante todo ese primer acto, intentando seducir a un dios. Le vemos montar la mayor de las fiestas sólo para ganarse su atención, y con suerte atraer, al señor Berlusconi. Esta fiesta, por cierto, permite a Sorrentino hacer lo que parece buscar durante toda la película: recrearse en un sinfín de imágenes, su propio carácter barroco, llevando la exhibición de la carne a un estadio superior. Parece una fuente inagotable, desatada, desgraciadamente hasta llegar a saturar. Y por el camino nos agarra con una serie de explicaciones lógicas sobre los efectos de las drogas que consumen, para sacarnos a la fuerza del delirio.

Es muy difícil valorar el papel de la mujer. Primero, porque se la utiliza (descaradamente) para recrearse en esa oda a la belleza física. Una de estas cientos (¿miles?) de jóvenes (¿de dónde salen tantas?), más bien ninfas, llega a apremiar a sus compañeras ante el voraz paso del tiempo. Porque, es cierto, su juventud no será para siempre. Sorrentino muestra un retablo infinito de piernas, caderas, espaldas, etc, y lo alza ante nosotros hasta ahogarnos. Es doloroso. Es horrible. Sobre todo cuando te paras a pensar en quiénes serán, qué buscan, y cuando las escuchas hablar: todo es nadería. O casi todo.

Frente a esta apuesta, que con esfuerzo me puede llegar a parecer razonable por ser sobradamente conocida la pasión de Berlusconi por las mujeres (como trofeo), está la mirada que se dirige hacia el que debía ser (y es) protagonista absoluto. Una mirada de abajo hacia arriba, como si nos hubiéramos arrodillado para venerarlo. No parece que busque criticarlo, al menos a priori. Más bien se rinde a sus encantos, su ingenio, e incluso nos invita a compadecernos de él en sus peores momentos. Y de inmediato volvemos a divertirnos por su lado más campechano, cuando lo vemos animarse a cantar, negociar el contrato de un fichaje para su Milan o enfrentarse al rechazo de su cónyuge, la mujer que (afortunadamente para el espectador) le da la espalda. Es tal la admiración que despierta que el propio Toni Servillo se desdobla para poder hablar con su personaje. ¿No está, entonces, rindiéndose a «él, él»?

El trabajo de Toni Servillo es impecable. He visto que en algunas críticas señalaban lo exagerado de su caracterización, pero precisamente veo ahí uno de los mayores logros: nos presenta al personaje como un ser fascinante, pero lo que vemos es, por muchas vueltas que le demos, un monstruo. Yo al menos veo un monstruo. Un monstruo que se duele por cómo lo trata el tiempo. El monstruo que rechaza esa chica-pez fuera del agua, que sale por sí misma del delirio porque el espejismo huele a viejo. La (maravillosa) escena de la llamada nos lo confirma: Berlusconi no es más que el autor de su propia marca, el vendedor de su propio humo.

En definitiva, que empezamos viendo a Silvio desde el lugar de sus adoradores y terminamos lamentándonos con él. Es difícil hablar de sátira, pero aquí es donde creo que está el gran acierto de la película: no señala (tanto) a Silvio, sino a sus fieles. Probablemente podría hacerlo con menos metraje (insisto en que vi la versión corta), aunque haya que sacrificar parte de todo ese poderío visual, y probablemente se tambalea en la recta final (de nuevo, vi la corta, no sé cómo iría la otra). Insisto en que me molestó la cosificación extrema de la mujer. Pero yo me veo al final en ese rebaño, intentando que todos nos preguntemos por qué seguimos embobados, como la oveja ante esa máquina de aire acondicionado que será su muerte.

Dirección: Paolo Sorrentino. Guion: Paolo Sorrentino y  Umberto Contarello. Música: Lele Marchitelli. Reparto: Toni Servillo, Elena Sofía Ricci, Riccardo Scamarcio, Kasia Smutniak, Euridice Axén, Fabrizio Bentivoglio, Roberto de Francesco… Coproducción Italia-Francia.

Deja un comentario